Jorge
Artel

La obra de Jorge Artel encierra el imperativo de señalar el camino a un continente que quiere abrirse paso en la historia, enfrentando adversidades y consolidando un pueblo. Su poesía negra está marcada por el tono marino del tambor y las gaitas aborígenes, con las que nació y creció. Su obra peca por descuido en la forma, pero es ardiente en el contenido, con toda la fuerza del trópico.

Biografía

Jorge Artel: 

poeta de la negrería y la danza, del mar y del tambor

Si para comenzar, se formularan dos despreocupadas preguntas: la primera: ¿quién es aquel que se conoce en el mundo literario bajo el nombre de Jorge Artel, bautizado como Agapito De Arco Coneo? Y la segunda: ¿cuál es su oficio? Las respuestas se podrán encontrar en sus propias palabras: “Negro soy desde hace muchos siglos”, responde a la primera. Y– en cuanto a cuál es su ocupación u oficio– responde con igual claridad: “Poeta de mi raza, heredé su dolor”.

El hondo, estremecido acento

en que trizca la voz de los ancestros,

es mi voz.

La angustia humana que exalto

no es decorativa joya

para turistas.

¡Yo no canto un dolor de exportación!”

Sin rodeos, radicalmente, se autorreferencia y señala con orgullo y entereza el origen de sus dolorosos versos (y de sí mismo); y, subraya que en modo alguno los ha hecho para ser cantados por voces diferentes que no sean las de su gente. Versos marcados con hierro de una antigua esclavitud, así que también son herederos de un ancestral e inolvidable dolor _el de su raza_, la misma que con grilletes fue extraída de su África originaria y llegó a América con la marca imborrable de las cicatrices del azote sobre sus espaldas… Su voz tampoco es contribuyente para el “solaz de los blancos”.

“¡Este es el amor/amor/

el amor que me divierte

Cuando estoy en la parranda

no me acuerdo de la muerte!”

Estos son versos para ser cantados a ritmo de tambor caribeño, versos de alegría, de gaita, de baile, de caderas danzantes, que en medio de la parranda alejan la conciencia– muy humana, por cierto– de la muerte.

Natural de Cartagena (1909), al igual que los otros dos escritores reseñados: Félix Domingo Cabezas Prado y Arnoldo Palacios Mosquera, conforman una generación (la distancia máxima que separa a uno de otro es de 41 años), por lo que entonces, es posible encontrar entre ellos una cierta convergencia, proveniente de similares experiencias de infancia y juventud. Temática homogénea, que no deja de lado las diferencias en cuanto a matices, tratamientos y profundidades existentes entre uno y otro; son “diversidad en la unidad”.

De ser así, como sabemos que así es, estamos frente a una trilogía de hombres de color, hombres negros que se dieron a la tarea de crear, con aliento poético, sumo cuidado y gran esmero, un colectivo de escritores cuyas letras dan fe de la presencia en la nación colombiana de una población que se referencia a sí misma como “comunidad afrodiaspórica colombiana”. En su condición, primero, de bisnietos de aquellos bisabuelos africanos que llegaron a América marcados con el candente hierro de la esclavitud; luego en su condición de nietos y nietas, hijos e hijas de aquéllos y del anchuroso mar, del gran río, del inmenso manglar, de la verde selva que los vio nacer; generaciones de hombres y mujeres víctimas del “desamparo castellano” (Sic) y de la posterior marginalidad estatal que, con cierta sinvergüenzura cínica e histórica, parece pasarles una cuenta de cobro por el hecho de haber nacido en lugares tan apartados de la geografía colombiana…

He aquí al vocero preclaro de la lírica proveniente de ese mar Caribe y de sus gentes de color que desde su secuestro en África, han construido un paisaje cultural que ahonda sus raíces más profundas en esa condición de esclavitud que vivieron sus ancestros; y que por el rizado de su cabello, por el color de su piel, por la anchura de sus nasales, sus bailes, sus narraciones, su magia, su desenfado corporal– y por no pocos infundios de carácter racista que han dominado en el imaginario de la nación– han sido invisibilizadas y desconocido y ocultado su aporte en la conformación de la nación colombiana. Su voz ha permitido colocar en el escenario de la geografía nacional a estos pueblos, que de otro modo habrían permanecido en el silencio, revictimizados por el olvido: sin Literatura, así, con mayúscula.

Como en la narrativa de Félix Domingo Cabezas y de Arnoldo palacios, su poesía es expresión de ese sentimiento de desgarre y dolor proveniente de su alma nativa, del drama diario de su gente; mejor decir, de su tragedia. Pero, a diferencia de ellos, su voz lleva, además, el desprecio por aquellos que se avergüenzan del “color de su negrura”, quienes “deberían mirarse al rostro/ –los cabellos, la nariz, los labios–/ o mirar aún mucho más lejos: /hacia sus palmares interiores…” y exalta el coraje y la valentía identitaria de “los que no enajenaron la consigna / ni han trastocado la bandera”.

Por su contemporaneidad con la “generación de piedra y cielo” (Eduardo carranza; Aurelio Arturo, Arturo Camacho Ramírez, entre otros) recoge de ella el ideal de musicalidad y el refinado manejo de las emociones, pero su canto triste y su llanto alegre toman distancia del piedracielismo para abrir los portones de una poética afrocolombiana, que si bien estaba allí desde Candelario Obeso (1849), es Artel quien la inaugura y sale al encuentro de una poesía diferente de la estética tradicional, de la cual también forman parte poetas del tamaño de César Vallejo (que, hacia julio de 1919 publica “Los heraldos negros”), Héctor Roja Erazo (1921-2001), Nicolás Guillén (1092-1989), Ramón López Laverde (1888-1921), entre otros.

Abogado (Doctor en Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Cartagena), catedrático y periodista… Con la consigna de sus recitales “Los pueblos deben velar por su folklore, el folklore velará por la patria” recorrió casi todo el continente americano y recibido en calidad de huésped de honor en varias universidades de Estados Unidos. Vivió en Panamá y también en Medellín; fue rector de la Universidad de Bolívar, en Barranquilla, y ocupó la cátedra de la Universidad de Guanajuato en ciudad de México.

“¡somos –sin odios ni temores– una conciencia en América!”

Encuentra algunas de sus obras aquí:

Las estrellas son negras

El manuscrito inicial de Las estrellas son negras se quemó el 9 de abril de 1948 durante el Bogotazo. Arnoldo Palacios lo tenía al lado de su máquina de escribir en un edificio de la Avenida Jiménez. Tras lo ocurrido, se puso a la tarea de reconstruirlo y tres semanas después el libro estaba listo…

Buscando mi madrededios

Buscando mi madredediós es el título original de esta obra en castellano. Buscando su madredediós, su madrediosita, es una expresión empleada a diario por nosotros, los negros del Chocó. Significa consagrar sus energías y toda su santa paciencia a conseguir el pan cotidiano

La selva y la lluvia

El día en que Pedro José pierde el pedazo de metal que le dio su madre para comprar plátano, arroz y carne seca, decide montarse en la primera embarcación que le permita atravesar la selva chocoana y llegar hasta Istmina. Allí buscará a un maestro que le enseñe a leer. Los personajes de Arnoldo Palacios transforman…

Cronología literaria

 
  • Novela

    • Las estrellas son negras (1949)
    • Buscando mi madredediós (1989)

    Cuentos

    • La selva y la lluvia (1958), Intermedio Editores, 2011.
    • Navidad de un niño negro
    • El duende y la guitarra (inédito)
    • Chocó: amargo panorama (inédito)
    • Cuentos de platino y oro (inédito)
    • Recopilación de la literatura oral del Chocó (inédito)
    • Panorama de la literatura negra
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